
Hoy mi madre me ha contado que Tina, mi perra (sí, se lo puse yo; tenía 10 años), está sorda. Que la llamas y no te oye, ladran los perros y no se entera. Me imagino que ya sólo se guía por el olfato: huele bien, comida; huele mal, mierda; huele a mi padre, es que llega; huele a mí, es que ya he regresado.
Cuando vuelva a Bilbao, viviré otra vez con mis padres. Aún no sé muy bien qué significa, si nos acomodaremos (ellos a mí y yo a ellos) mejor que cuando me fui con una maleta, el horario de la uni y aquel pintalabios que os contaba (el de los 16-17 años) en el bolso. Quizá nos saturemos, o quizá nos llevemos mejor que nunca. Mi madre ya lleva maquinando unos cuantos días: iremos a tomar cafés como antes, iremos juntas al cine como antes, nos dormiremos un rato después de comer, delante de la tele. Como antes. ¿Como antes?
Cuando vuelva a casa, Tina se me tirará encima, como antes, sólo que más sorda y más vieja. Han pasado cuatro años y las cosas tienen que haber cambiado, o el tiempo no existiría. Pero algunas cosas permanecen y, si se van, es posible que nos desesperáramos. A mí si me quitan el Pizza Hut que tengo debajo de casa, me tiraría por la ventana. Y no porque sea clienta habitual; eso es secundario.
Ayer entré en el Consumer de antes: lo han convertido en una especie de centro comercial en el que me sentí desorientada. Sorda. Y me di cuenta de que los cambios no me gustan casi nada. Hasta que me acostumbro a ellos.